Julían Marías
¿Qué se entiende por felicidad?
Las grandes ausencias
Me preocupa una situación frecuente en el pensamiento de nuestro tiempo, y que se podría llamar las «grandes ausencias». Quiero decir que hay ciertas cuestiones que se rehúyen sistemáticamente, y que resultan ser algunas de las más importantes. Hace años tuve una sorpresa cuando advertí que en una excelente y extensa Enciclopedia no aparecía el artículo «Amor». (Algún tiempo después comenté con su director lo que me parecía escandaloso, y me pidió que escribiera tal artículo para el Suplemento; me sentí obligado y así lo hice.) Esto me llevó a mirar en algunas de las más ilustres Enciclopedias, sin excluir la Britannica, y encontré la ausencia de «Amor» en sus millares de páginas. En cambio, en aquel admirable y viejo Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano, que se publicó entre 1887 y 1899 en veinticinco grandes volúmenes -y al cual suelo acudir de arribada forzosa después de consultar. la más encopetada bibliografía en varias lenguas-, había un largo y minucioso artículo sobre el amor.
Algo parecido ocurre con otros temas capitales: persona, vida humana, libertad, muerte (quiero decir muerte personal, porque de la biológica sí se habla). Esto da mucho que pensar. ¿Por qué se rehuyen las cuestiones sobre las que sería más necesario orientarse, acerca de las cuales sería tan urgente saber a qué atenerse? Creo que esto tiene causas complejas; por lo pronto, cierto temor intelectual, la tendencia de muchos intelectuales de nuestro tiempo a escapar cuando se encuentran con un verdadero problema difícil de domesticar, de reducir a lo ya conocido.
Sobre todo, los temas que acabo de nombrar se refieren a realidades que no son «cosas», y hay una convicción tácita, no expresada, pero muy arraigada, de que la realidad son cosas. Esto es, sin duda, una forma de pensamiento arcaico, pero el arcaísmo es uno de los rasgos de nuestra época. Las realidades que se evitan no son cosas, aunque puedan tener que ver con ellas: les pertenece otro tipo de realidad. Por eso no se aclaran con meras observaciones o experimentos. No se puede esclarecer lo que es el amor o la vida humana o la muerte e o la libertad o la felicidad haciendo observaciones, encuestas, estadística, o experimentos de laboratorio; hace falta otro tipo de planteamiento, y se elude cuanto es posible. Tampoco caen esas cuestiones bajo la sombra de una disciplina particular, como el estudio de los números en la aritmética o el de las plantas en la botánica. Son realidades complejas, que propiamente no son cosas, porque aunque tengan ingredientes materiales tienen otros dinámicos, dramáticos.
Esta consideración nos llevaría muy lejos. Habría que renovar radicalmente los conceptos y las categorías de la vieja ontología, pensada para comprender las cosas o sustancias, o en otro caso las funciones. Si nos preguntamos por la realidad de muchas «realidades» de nuestro tiempo, nos encontramos en estado de perplejidad. ¿Cuál sería, por ejemplo, la «ontología» de una línea aérea, digamos Iberia? ¿En qué consiste? ¿Los aviones, los pilotos, las azafatas, los complejos sistemas económicos y administrativos, los vuelos mismos, los pasajeros, la carga? Es todo eso y mucho más, pero en unas relaciones complejas que no están previstas, para las cuales no hay esquemas intelectuales, que no se han pensado nunca, y que constituyen esa peculiar realidad que es una línea aérea.
Se ha pensado lo que es una piedra, un árbol, un perro, una mesa; pero faltan conceptos para entender innumerables realidades con las cuales tenemos que habérnoslas: es menester una revisión de todo nuestro sistema conceptual para enfrentarse con las formas de realidad de la mayoría de los componentes efectivos del mundo.
Si, para poner un ejemplo de particular alcance, se quiere entender un país, se estudian los datos estadísticos, se acumula toda la información que puedan aportar. Naturalmente, eso no es un país. Es, antes que eso, un proyecto, una historia, una serie de intentos, de éxitos, de fracasos, de errores, de renuncias (en mi libro España inteligible he intentado poner en claro la realidad efectiva de nuestro país). Hay que intentar un planteamiento adecuado a lo que es una nación, tipo de realidad complejísima, diferente de lo que es un territorio, o un conjunto de hombres, o un sistema político o jurídico, un Estado; es mucho más que eso, y sólo se entiende si se lo considera en otra perspectiva.
Estas cuestiones sin aclarar las cuales no entendemos el mundo ni nuestra vida, y que son elusivas, son las que me han interesado siempre, y he procurado durante una vida que ya es larga buscar alguna luz sobre algunas de ellas, remediar en lo posible ciertas ausencias.
Los nombres
Estos son los motivos que me llevan a enfrentarme con la felicidad humana. He dudado un momento si debía incluir el adjetivo. ¿Hay felicidad que no sea humana? El animal ¿puede ser feliz? ¿Se le puede aplicar ese concepto? No es claro ni seguro. Por otra parte, se puede hablar de felicidad en otras formas de vida, la angélica o la divina; pero no tenemos experiencia directa de esas realidades. En la duda acerca de si se puede extender el concepto de felicidad por debajo del hombre, y en la ignorancia, al menos intuitiva, de lo que puede ser en realidades superiores, conviene usar el adjetivo para delimitar el campo de la investigación. Tal vez más adelante sea posible decidir si el animal es capaz de felicidad, y acaso lanzar una mirada imaginativa, incierta, dudosa, problemática, a lo que pudiera ser una felicidad angélica o, a mayor distancia todavía, hacia el sentido que podría tener hablar de felicidad referida a Dios.
Para plantear una cuestión, suele ser útil empezar por los nombres de las cosas. Lo hice temáticamente, hace más de cuarenta años, en Introducción a la Filosofía, para intentar aclarar lo que es razón. El uso lingüístico es revelador: nos remite directamente a lo que se entiende cuando se nombra una realidad; las diversas acepciones de una misma palabra descubren flancos o aspectos de la realidad en cuestión, y el hecho de que se usen diversos nombres señala otros tantos puntos de vista o perspectivas sobre esa realidad. Esto ocurre en las diferentes lenguas, pero las correspondencias no son automáticas, y cada lengua revela una actitud peculiar.
En español, las palabras que nombran o sugieren la felicidad, además de esta, son muchas: dicha, suerte, fortuna; beatitud, ventura, bienaventuranza y algunas más menos claras y cuya equivalencia con «felicidad» sería discutible.
Por otra parte, hay los opuestos, los contrarios, algo de que suelen carecer la mayoría de las realidades, y que parece reservado a las humanas. Existen palabras que designan realidades contrarias a la felicidad: infelicidad, desgracia, desventura, mala suerte; infortunio o mala fortuna. Adviértase que estas palabras suelen ser privativas, es decir, construidas sobre la palabra positiva: des-gracia, des-ventura, in-felicidad, in-fortunio. Esto quiere decir que lo malo es derivado de lo bueno; se parte de la felicidad, y después esta felicidad puede faltar, puede ser destruida, y entonces sobreviene la desgracia, el infortunio, la mala suerte. Esto, que me parece importante, es un primer tanto a favor de la felicidad.
Algo análogo ocurrió con el prejuicio a favor del absurdo, que dominó durante un par de decenios. El absurdo no es primario, es lo que no tiene sentido, es decir, buen sentido. El absurdo se mueve en el elemento del sentido, que pertenece intrínsecamente a la vida humana, y cuando falta o no es bueno, decimos que algo es absurdo. Lo mismo ocurre con la falsedad, que supone la verdad, se mueve en su ámbito. La infelicidad en cualquiera de sus formas es algo secundario, derivado, privativo, negativo respecto a la felicidad. Esto nos llevaría a pensar que la felicidad, al menos en algún sentido, pertenece al hombre.
Para seguir con la lengua, siempre tan reveladora, es curioso que hay una serie de adjetivos correspondientes a la felicidad -feliz, dichoso, afortunado, venturoso, bienaventurado, y los negativos correspondientes-, pero no hay un verbo de la felicidad. ¿Es que la felicidad no es una acción? El verbo es la forma que lo expresa. Los relacionados con la felicidad se forman con los adjetivos y el verbo «ser» (el español tiene también la posibilidad del verbo «estar»: ser feliz o estar feliz). A veces se emplea el verbo «tener» con un sustantivo: tener fortuna, tener ventura, tener suerte o mala suerte. Es sumamente interesante este repertorio de posibilidades lingüísticas, estas maneras de referirnos a la felicidad. No se olvide que nos preguntamos qué se entiende por felicidad, y hay que partir, por tanto, del uso lingüístico, de la noción no crítica, ni científica, ni filosófica, que tenemos cuando usamos la palabra «felicidad», sus derivados o sus análogos. No es siempre lo mismo, en todas las épocas, y si más adelante hacemos una incursión por otras lenguas, nos encontraremos con que no hay correspondencias exactas entre las palabras que indican la felicidad en las lenguas clásicas, en las modernas y entre ellas el español. Además, estas palabras tienen etimologías muy distintas, es decir, corresponden a diversos mundos, a lados profundamente diferentes de la vida. Esto ilumina ya bastante esa realidad tan elusiva, tan difícil de aprehender, y por eso creo importante tener una especie de primer contacto, casi fisiognómico, visual o auditivo, con la felicidad tal como la encontramos en el uso normal de la palabra cuando la sentimos por un momento, o nos quejamos de no tenerla o haberla perdido, o la descubrimos en alguien. Esto es lo que primariamente nos interesa, lo que puede ser el único fundamento sólido para iniciar una investigación sobre esa extraña realidad, buscada y rara vez hallada, que llamamos felicidad.
Primera exploración
Habría que preguntarse -las preguntas inocentes suelen ser las más fecundas- si es importante la felicidad. Hay realidades que parecen importantes en una época o en un país, y en otros no. En el caso de la felicidad, hay grandes fragmentos de humanidad, en el tiempo o en el espacio, que parecen no haber caído en la cuenta de ella, y por eso se ha pensado extrañamente poco sobre esta cuestión -y sobre tantas otras-. Sobre casi todo se han acumulado noticias, datos, y ello ha permitido conseguir saberes útiles y valiosos, pero lo que se llama pensar es algo que el hombre ahorra, con extraña tacañería, Sobre algunos asuntos es sorprendente lo poco que se ha pensado, y uno de ellos es la felicidad, lo cual haría pensar que no se le ha dado demasiada importancia.
Por lo pronto, se la confunde con otras cosas: con la alegría, con el bienestar, con placer; realidades que sin duda tienen que ver con la felicidad. Uno de los descubrimientos más interesantes de Ortega es el del pensamiento confundente: confundir es una función tan necesaria como distinguir, porque permite descubrir las conexiones entre realidades que por otra parte hay que distinguir. Si hablamos de la hoja de un árbol, de la de una espada y de una de papel, evidentemente se trata de tres cosas muy distintas, y parece mera confusión emplear la misma palabra; pero tienen que ver, algo se parecen, y esa denominación lo tiene presente y así se justifica.
Muchas veces me he referido a la vaguísima y estupenda palabra española «bicho», desesperante para un zoólogo -creo que hay unas ochenta mil especies clasificadas de coleópteros-, que permite referirse a innumerables animales prescindiendo de sus diferencias. Si estoy leyendo o escribiendo y entra un insecto por la ventana- como en el poema de Dámaso Alonso-, si tuviera que comportarme con él según su especie, no podría fácilmente decidir mi conducta; si lo que quiero es quitarlo de en medio, tengo que tratarlo como «bicho» sin plantearme más cuestiones. La felicidad tiene que ver con muchas cosas, y la infelicidad con las opuestas, pero no se confunde con ninguna de ellas, como veremos cuando nos adentremos en el problema.
Por su carácter confuso y elusivo, no se le ha prestado mucha atención intelectual a la felicidad, pero por otra parte el hombre no cesa de buscarla: todo lo que hace, lo hace con el propósito más o menos deliberado, al menos con la esperanza de aumentar su felicidad. Es algo que llena nuestra vida, al menos en la forma de la ausencia, de la privación, de la busca, pero la ocupa entera. Es la gran envolvente de todo lo demás. Las cosas que buscamos, que queremos, que nos interesan, por las cuales nos afanamos, todas tienen como un trasfondo que es esa elusiva, esa improbable felicidad. Nos interesan en la medida en que van a contribuir a la felicidad, o la van a hacer más probable, o van a restablecerla si se ha perdido, y esto muestra la desproporción entre la importancia intelectual que se le ha dado y el peso real, absorbente, inmenso, que tiene en nuestra vida.
Intento rectificar ese desequilibrio, pensar en serio sobre la felicidad, acercarme un poco a ella, esclarecer sus límites, tal vez descubrir lo que en ella hay de misterioso, lo que no se acaba de comprender. Y hay una pregunta primaria, condición de las demás: ¿a qué afecta la felicidad? Cuando hablamos de ella, ¿a qué nos referimos? Y por lo pronto en su sentido temporal: ¿afecta al momento, al instante, o acaso a la vida entera? Volvamos a los usos del lenguaje. Se dice a alguien «¡Felicidades!» -curiosamente en plural- por algo muy concreto, por ejemplo su cumpleaños; o decimos «Feliz año nuevo», con deseo de felicidad para todo el año, pero en particular para su comienzo. En este uso, la felicidad aparece como algo momentáneo. En el extremo opuesto está la concepción de los griegos, para quienes de nadie viviente se podía decir que era feliz, porque nunca se sabe lo que puede pasar, cómo puede terminar. Sólo cuando había muerto se podía decir de un hombre que había sido feliz. Por lo demás, griegos y romanos, para decir de alguien que ha muerto, decían «ha vivido» (bebíotai, vixit), englobando la totalidad de la vida una vez que ha quedado conclusa, sellada por la muerte. De modo que no está claro si la felicidad se refiere a un momento o a la vida entera en su conjunto.
Es decisiva la aparición del cristianismo. Más adelante será menester preguntarse por la visión de la felicidad dentro de él, pero hay que tocar ahora un punto que afecta a lo que acabo de decir. El cristianismo ha transferido el concepto de felicidad primariamente a la salvación, y esa transferencia tiene un carácter muy interesante y que plantea problemas teológicos. En la concepción cristiana más admitida, el destino personal del hombre depende del último momento; es decir, una vida enormemente pecaminosa puede desembocar en la salvación mediante el arrepentimiento (Don Juan Tenorio dice que «un punto de contrición / da a un alma la salvación»). A la inversa, una vida llena de virtudes puede terminar con un pecado mortal sin arrepentimiento, y conducir a la condenación, a la definitiva infelicidad. Es un extraño actualismo en que se hace pender el destino del hombre de un momento, de un instante (la justificación de esto no está clara para muchos, lo que tiene no pocas consecuencias).
La vida humana aparece así concentrada en un último instante, con un desenlace definitivo e irreversible. Esta concepción tiene dos riesgos, lleva consigo dos tentaciones que me parecen graves. En primer lugar, olvidar la felicidad en esta vida. Es frecuentísimo en los escritos ascéticos de todos los tiempos el olvido de ella, como si fuera desdeñable, como si no tuviera interés, lo cual me parece absolutamente problemático: que lo principal sea la salvación puede aceptarse; que la felicidad en esta vida no tenga importancia es algo absolutamente diferente.
El segundo peligro, de índole aparentemente opuesta, es no imaginar la felicidad ultraterrena. La esperanza de ella se reduce a algo muy abstracto y sobre todo inconexo con la vida anterior; se piensa en la otra vida como algo que no tiene gran conexión con esta, a lo sumo con el cumplimiento de ciertas «condiciones», pero no con su figura y su contenido real. De hecho se ha imaginado mucho más la condenación que la salvación; el mundo está lleno de pinturas, relatos, cuentos en que aparecen los demonios y las calderas de Pedro Botero, ha habido una imaginación minuciosa y truculenta del infierno y la condenación -basta recordar al Bosco-; el equivalente de la salvación, de la beatitud, falta casi enteramente.
Me parece inquietante la tentación de no imaginar la otra vida. Se dirá que no se puede imaginar, que no podemos saber cómo será. Hace falta imaginarla al menos lo suficiente para poder desearla, a sabiendas de que no será así, sino mejor (no podemos admitir que superemos a Dios, que Dios se quede corto); pero con esa reserva metódica tenemos que imaginarla para desearla. En nuestra época hasta tal punto sucede así, que la falta de imaginación ha extinguido el deseo en enormes mayorías, que ni siquiera cuentan con ella. No se desea lo que parece exangüe y espectral: no se olvide que en la Odisea el héroe piensa que es mejor ser siervo del último labrador en el mundo que ser rey de los muertos, con una realidad mínima, una vida espectral.
Hay finalmente una tendencia a la generalización abstracta. Cuando se habla de la felicidad terrenal, de la felicidad en este mundo, se suele pensar en las condiciones de la felicidad, más que en lo que ella misma pueda ser. Se la identifica con un repertorio de condiciones que se pueden realizar o no, o se piensa en los medios de conseguirla o conservarla. Con ello se omite algo capital: la felicidad tiene que ser mía. La vida humana es siempre «mi vida», la de cada cual. Felicidad en abstracto no tiene sentido; no puede ser un esquema, un modelo aplicable a cualquier caso. Felicidad es mi felicidad, no sólo en el sentido de que tiene que poseer un carácter individual, particular, diferenciado, sino sobre todo en que tiene que tener conexión con el quién proyectivo que es cada uno de nosotros.
La felicidad es de ese alguien que soy yo; más aún, que pretendo ser, que intento ser, que necesito ser. La felicidad de cualquiera no es felicidad de nadie, y por eso es menester que la posible felicidad ultraterrena se piense en conexión estrecha con esta. Si no, no sería mi otra vida, sería algo ajeno. Cada vez es más evidente el carácter único e insustituible de la vida humana, en todos los órdenes. Y estamos en una época en que se hacen esfuerzos constantes por despersonalizar lo humano, reducirlo a números y estadísticas, considerar que no hay un esquema aplicable por igual a todos los hombres.
Siempre me ha inquietado en formas literarias de otro tiempo, por ejemplo en el teatro español del Siglo de Oro, que se vea como un happy end el desenlace de unos amores apasionados que al final, por un azar, un reconocimiento o una decisión del príncipe, terminan en un cambio de parejas, con tal de que la nueva dama sea de gran belleza y alta alcurnia, y el caballero tenga atributos análogos, como ocurre en La vida es sueño. Un hombre enamorado lo está de una mujer única, sin equivalente, sin que se la pueda sustituir por ninguna otra.
La vida, en la medida en que es humana, es mía, irreductible a ninguna otra. Y veremos cómo la felicidad afecta al núcleo último de la vida. No se puede uno contentar con sus determinaciones sociales, psicológicas, circunstanciales; todo esto pueden ser los alrededores, los aledaños de la felicidad, o las formas en que se puede o no se puede realizar. En ciertas circunstancias es más o menos probable, pero su último sentido es siempre rigurosamente personal.
Los esquemas que componen la teoría general o analítica de la vida humana no tienen verdadero valor de realidad más que cuando se llenan de contenido; por lo pronto, el que corresponde a la antropología, a lo que llamo «la estructura empírica»; pero sobre todo lo que corresponde a cada vida singular y única. A la felicidad le pertenece esto en grado máximo, no hay nada que requiera más la unicidad de la persona. Desde esta perspectiva hay que plantear el problema.
Se preguntará si esto es posible, pues desde Aristóteles se ha dicho que la ciencia lo es de lo universal, y nos encontramos con la necesidad de saber qué es algo absolutamente singular. Tal vez no sea posible alcanzar ese conocimiento, o acaso el gran Aristóteles no tenía enteramente razón y sea posible otra ciencia de lo singular, de lo concreto, de lo único. Vamos a intentar esa exploración aventurada.
Tutores del Curso
P.Alberto Mestre, LC
amestre@legionaries.org
Roxanna Solano
rsolano@consultores.catholic.net
Participación en el foro
1.-¿Qué elementos corresponderían a la felicidad según el autor Julián Marías?
2..-¿El cristianismo presenta algún tipo de felicidad con características propias?
3.-Hay ciertos autores que presentan el cristianismo como una religión que no busca la felicidad, ¿según el autor esto sería así?
4.-¿No es acaso el cristianismo una religión por la que se busca, trámite una relación personal con Cristo, una vivencia de la felicidad interior, personal, en la que toda la vida tiene ese tinte coloreado de la felicidad particular del vivir cerca de Dios?
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Lección 2
Qué es la felicidad
La felicidad ha sido muchas veces sustituida o suplantada por otras cosas, que tienen que ver con ella, pero que no son ella.
Da un click para acceder a la presentación en power point
http://www.es.catholic.net/catholic_db/archivosWord_db/que_es_la_felicidad-6.pdf
Tomado del libro:
La felicidad humana
JULIÁN MARÍAS,
Alianza Editorial,
Madrid 2005