por Sergio Arturo » Vie Sep 06, 2013 8:16 pm
EL NACIMIENTO DE JESÚS
Jesús nació en un establo. Un establo, un verdadero establo, no es el alegre pórtico ligero que los pintores cristianos han edificado al Hijo de David, como avergonzados de que su Dios hubiese nacido en la miseria y la suciedad. Y no es tampoco el pesebre de yeso que4 la fantasía confiteril de los imagineros ha ideado en los tiempos modernos: el pesebre limpio y amable, gracioso de color, con la pesebrera linda y bien dispuesta, el borriquillo estático y el compungido buey y los ángeles sobre el techo con el festón volandero y los muñequitos de los reyes con sus mantos y los pastores con sus capuchas de rodillas a los dos lados del zaguán. Éste puede ser un sueño de los novicios, un lujo de los párrocos, un juguete de los niños, el “vaticinado albergue” de Alessandro Manzoni; pero no es, en verdad, el establo donde nació Jesús.
Un establo, un establo real, es la casa de los animales, la prisión de los animales que trabajan para el hombre. En antiguo, el pobre establo de los países antiguos, de los países obres, del país de Jesús, no es el pórtico con pilastras y capiteles, ni la científica caballeriza de los ricos de hoy día o la cabaña elegante de las vísperas de Navidad. Es establo no es más que cuatro paredes rústicas, un empedrado sucio, un techo de vigas y lanchas. El verdadero establo es oscuro, descuidado, maloliente: no hay limpio en él más que la pesebrera donde el amo prepara el heno y los piensos.
Los prados de primavera, frescos en las mañanas serenas, ondeantes al viento, húmedos, olorosos, han sido segados; cortadas con el hierro las hierbas verdes, los altos follajes finos; arrancadas juntamente las bellas flores, abiertas: blancas rojas, amarillas, celestes. Todo se ha marchitado y, seco ya, toma el color pálido y único del heno. Los bueyes han llevado a casa los muertos despojos de mayo y de junio. Ahora, aquellas hieras y flores, aquellas hierbas áridas, aquellas flores que siempre huelen, están en la pesebrera para el hambre de los esclavos del hombre. Los animales las toman despacio, con sus grandes labios negros, y más tarde el prado florido vuelve a la luz, sobre la paja que sirve de lecho, trocado en húmedo estiércol.
Éste es el verdadero establo donde nació Jesús. El lugar más sucio del mundo fue la primera habitación del más puro entre los nacidos de mujer. El Hijo del hombre, que debía ser devorado por las bestias que se llaman hombres, tuvo como primera cuna el pesebre donde los brutos rumian las flores milagrosas de la primavera.
No nació Jesús en un establo por casualidad. ¿No es el mundo un inmenso establo donde los hombres engullen y estercolizan? ¿No cambian, por infernal alquimia, las cosas más bellas, más puras, más divinas en excrementos? Luego se tumban sobre los montones de estiércol, y llaman a eso “gozar de la vida”.
Sobre la tierra, porqueriza precaria donde todos los hermoseamientos y perfumes no puede ocultar el estiércol, apareció una noche Jesús, dado a luz por una Virgen sin mancha, armado solamente de su inocencia.
Los primeros que adoraron a Jesús fueron animales y no hombres.
Entre los hombres buscaba a los sencillos; entre los sencillos, a los niños; más sencillos que los niños, más mansos, le acogieron los animales domésticos. Aunque humildes, aunque siervos de seres más débiles y feroces que ellos, el asno y el buey habían visto a las multitudes arrodillarse ante ellos. El pueblo de Jesús, el pueblo de Yahvé, el pueblo santo que Yahvé había libertado de la servidumbre de Egipto, el pueblo a quien el pastor había dejado solo en el desierto para subir Él a hablar con el Eterno, había forzado a Aarón a hacerle un buey de oro para adorarlo.
El asno estaba consagrado en Grecia a Ares, a Dionisio, a Apolo Hiperbóreo. La burra de Balaam había salvado con sus palabras al profeta, más sabia que el sabio Ocos, rey de Persia, colocó un Asno en el templo de Ftah e hizo que se la adorara.
Pocos años antes de que naciera Cristo, Octaviano, descendiendo hacia su flota, la víspera de la batalla de Azio, encontró a un asnero con su borriquillo. El animal se llamaba Nicón (el Victorioso), y, después de la batalla, el emperador hizo levantar un asno de bronce en el templo que recordarse la victoria.
Reyes y pueblos se habían inclinado hasta entonces ante los bueyes y los asnos. Eran reyes de la tierra, los pueblos que preferían la materia. Pero Jesús no nacía para reinar sobre la tierra ni para amar la materia. Con Él acabará la adoración de la bestia, la debilidad de Aarón, la superstición de Augusto. Los brutos de Jerusalén lo matarán; pero, en tanto, los de Belén lo calientan con su aliento. Cuando Jesús llegue, para la última Pascua, a la ciudad de la Muerte, cabalgará en asno. Pero Él es profeta más grande que Balaam; ha venido a salvar a todos los hombres y no solo a los hebreos, y no retrocederá en su camino, aunque todos los mulos de Jerusalén rebuznen contra Él.
Después de las bestias, los guardianes de las bestias. Aunque el Ángel no hubiese anunciado el gran nacimiento, ellos hubieran corrido al establo para ver al hijo de la Extranjera.
Los pastores viven casi siempre solitarios y distantes. No saben nada del mundo lejano y de las fiestas de la tierra. Cualquier suceso que acaezca cerca de ellos, por pequeño que sea, los conmueve. Vigilaban a los rebaños en la larga noche del solsticio cuando les estremecieron la luz y las palabras del Ángel.
Y apenas vieron, en la escasa luz del establo, una mujer joven y ella, que contemplaba en silencio a su hijito, y vieron al Niño con los ojos abiertos en aquel instante, aquellas carnes rosadas y delicadas, aquella boca que no había comido aún, su corazón se enterneció. Un nacimiento, el nacimiento de un hombre, un alma que viene a sufrir con las otras almas, es siempre un milagro tan doloroso, que enternece aun a los sencillos que no lo comprenden. Y aquel nacido no era para aquellos que habían sido avisados un desconocido, un niño como todos los demás, sino aquel que desde hacía mil años era esperado por su pueblo doliente.
Los pastores ofrecieron lo poco que tenían, lo poc que, sin embargo, es mucho si se da con amor; llevaron los lancos donativos de la pastorería: la leche, el queso, la lana, el cordero. Aun hoy, en nuestras montañas, donde están muriendo los últimos vestigios de la hospitalidad y la hermandad, apenas ha alumbrado una esposa, acuden las hermanas, las mujeres, las hijas de los pastores. Y ninguna con las manos vacías: quién con dos pares de huevos, todavía calientes del nido; quién con una jarra de leche fresca recién ordeñada; quién con un queso que apenas ha echado corteza; quién con una gallina para hacer el caldo a la parturienta. Un nuevo ser ha aparecido en el mundo y ha comenzado su llanto: los vecinos, como para consolarle, llevan a la madre sus presentes.
Los pastores antiguos eran pobres y no despreciaban a los pobres; eran sencillos como niños y gozaban contemplando a los niños. Eran nacidos de un pueblo engendrado por el pastor de Ur y salvados por el pastor de Madián. Pastores habían sido sus primeros reyes: Saúl y David –pastores de rebaños antes que pastores de tribu-. Pero los pastores de Belén “ignorados del mundo duro”, no eran soberbios. Un pobre había nacido entre ellos y le miraban con amor, y con amor le ofrecían aquellas pobres riquezas. Sabían que aquel Niño nacido de pobres en la pobreza, nacido sencillo en la sencillez, nacido de aldeanos en medio del pueblo, había de ser el rescatador de los humildes, de aquellos hombres de “buena voluntad” sobre los cuales el Ángel había invocado la paz.
También el rey desconocido, el vagabundo Odiseo, de nadie fue acogido con tanta alegría como del pastor Eumeo en su establo. Pero Ulises iba hacia Ítaca para tomar venganza; volvía a su casa para matar a sus enemigos. Jesús, por el contrario, venía a condenar la venganza, a enseñar el perdón de los enemigos. Y el amor de las pastores de Belén ha hecho olvidar la hospitalaria piedad del porquerizo de Ítaca.
Algunos días después, tres Magos llegaban de Caldea y se arrodillaban ante Jesús.
Venían tal vez de Ecbatana, tal vez de las orillas del mar Caspio. A caballo en sus camellos, con sus henchidas alforjas colgadas de las sillas, habían vadeado el Tigris y el Éufrates, atravesando el gran desierto de los Nómadas, bordeado el mar Muerto. Una estrella nueva –semejante al cometa que aparece de cuando en cuando en el cielo para anunciar el nacimiento de un Profeta o la muerte de un César- los había guiado hacia Judea. Habían ido a adorar a un rey y se encontraban con un infante mal fajado, escondido en un establo.
Casi mil años antes que ellos una reina de oriente había ido en peregrinación a Judea llevando también sus dones: oro, aromas y gemas preciosas. Pero había encontrado a un gran rey en el trono, al rey más grande de cuantos jamás han reinado en Jerusalén, y de él había aprendido lo que nadie le había sabido enseñar.
Los Magos, por el contrario, que se creían más sabios que los Reyes, habían encontrado a un niño nacido hacia pocos días, un niño que no sabía aún ni preguntar ni responder, un niño que desdeñaría, cuando fuese mayor, los tesoros de la materia y la ciencia de la materia.
Los Magos no eran reyes; pero eran en Media y Persia señores de los reyes. Los reyes mandaban a los pueblos, pero los magos guiaban a los reyes. Sacrificadores, intérpretes de los sueños, profetas y ministros, ellos solos podían comunicar con Ahura Mazdá; ellos solos pretendían conocer el futuro y el destino. Mataban con sus propias manos a los animales enemigos del hombre y de las mieses: las serpientes, los insectos nocivos, las aves nefastas. Purificaban a los hombres y los campos; ningún sacrificio era tenido por agradable a Dios si no era ofrecido por sus manos; ningún rey hubiera movido guerra sin haberlos escuchado. Se preciaban de poseer los secretos de la tierra y los del cielo; sobresalían entre toda su gente en nombre de la ciencia y de la religión. En medio de un pueblo que vivía para la materia, representaban el papel del Espíritu.
Era justo, por tanto, que fuesen a inclinarse ante Jesús. Después de las bestias, que son la naturaleza; después de los pastores que son el pueblo, esta tercera potencia –el Saber- se arrodilla ante el pesebre de Belén. La vieja casta sacerdotal de oriente hace acto de sumisión al nuevo Señor que enviará a sus anunciadores hacia occidente; los sabios se arrodillan ante aquel que someterá la ciencia de las palabras y de los números a la nueva sabiduría del amor.
Los Magos en Belén significan las viejas teologías que reconocen la definitiva revelación, la ciencia que se humilla ante la inocencia, la riqueza que se postra a los pi8es de la pobreza.
Ofrecen a Jesús el oro que Jesús pisoteará; no lo ofrecen porque María, pobre, pueda necesitarlo para el viaje, sino por obedecer por adelantado a los consejos del Evangelio; vende lo que posees y dáselo a los pobres. No ofrecen el incienso para vencer el hedor del establo, sino porque sus liturgias van a acabar y ya no tendrán necesidad de humos y perfumes para sus altares. Ofrecen la mirra que sirve para embalsamar a los muertos, porque saben que aquel niño morirá joven, y su madre, que ahora sonríe, habrá menester aromas con que embalsamar el cadáver
Arrodillados, envueltos en los suntuosos mantos reales y sacerdotales, sobre la paja del estiércol, ellos, los poderosos, los doctos, los adivinos, se ofrecen a sí mismos en prenda de la obediencia del mundo.
Jesús ha obtenido ya las primeras investiduras a que tenía derecho. Apenas se aparten los Magos, empiezan las persecuciones de los que le odiarán hasta la muerte.
HISTORIA DE CRISTO de Giovanni Papini
Disculpen lo extenso, pero me parece interesante este artículo.