Arte litúrgicoSegún la antigua tradición cristiana, las paredes y el techo de la iglesia no sólo tienen la función de proteger contra el viento y la lluvia, sino que tienen un vínculo orgánico con
el misterio que se celebra en ella. En la época moderna se ha perdido este significado. A menudo, en efecto, se crea un «envoltorio» y luego se empieza a pensar que podría ser una iglesia. En cambio, entre la comunidad cristiana -que celebra el misterio de la salvación y la soberanía de Dios- y las paredes, el edificio, el espacio en que se encuentra, tiene que haber una relación orgánica. Las decoraciones en las paredes deberías ser tales que, cuando una persona entra en la iglesia, perciba que está en un espacio habitado, incluso cuando está vacío, porqué debería experimentar que entra en una comunión supra-temporal, supra-espacial, de que forma parte tras el bautismo.
Las dos dimensiones del arte litúrgico El arte litúrgico es una parte integrante del espacio en el que se celebra la santa liturgia. No puede ser simplemente decoración, sino que es elemento constitutivo de la liturgia. Para ello hay que pensar en el espacio litúrgico como en una unidad orgánica de las artes. Todo arte debe tener su lugar en el conjunto de todas las artes, en relación con la liturgia que se celebra. La liturgia es una articulación de la vida interior y de la santidad de la Iglesia. Por eso, el edificio eclesial nunca puede ser pensado como algo estático, sino más bien como algo que se es vivificado, no simplemente vivo. Las artes expresan este dinamismo espiritual divino-humano, guiando a la Iglesia con todas las energías hacia el punto vivificante que es el amor trinitario que se nos ha comunicado en Cristo. La mente, la psique, los sentidos, todo está orientado por el arte hacia el punto focal es Cristo. El hombre que entra en la iglesia desde el mundo, desde el trabajo, desde las fatigas, desde las turbulencias de la historia, el hombre aplastado se recompone, se unifica, ayudado también por las artes que coralmente orienta hacia Cristo, más aún, dan testimonio de su presencia. Por esta razón hay que tener la valentía de superar la costumbre de usar el arte como decoración, es decir, para llenar los espacios vacíos de la iglesia. Las paredes, los celebrantes y la asamblea, todo forma parte de un escenario espiritual único. Los elementos litúrgicos, las imágenes, los colores, el canto, el movimiento, todo debe hacerse de manera que la frontera entre el hoy y lo eterno, entre lo personal y lo comunitario, entre el sujeto y el objeto sea constantemente atravesado.
Debido a que nuestra cultura está ya configurada decididamente como una cultura de la imagen, del movimiento y del color, es indispensable que se recupere la sabiduría de la inculturación de la fe en el arte, para que la Iglesia, también hoy, se muestre como belleza que fascina y atrae. P. Florenskij decía que la verdad revelada es el amor y el amor realizado es la belleza. La belleza, entonces, es un mundo penetrado por el amor, es decir, por la comunión. Lo que es realmente bello es la Iglesia, porque es la comunión de las personas, la comunidad.
Los siglos pasados han estado marcados por la importancia del concepto y de la palabra, pero hoy en día la imagen es el elemento clave de la nueva era, y la liturgia es el ámbito por excelencia para descubrir la imagen, el color, el movimiento, el gesto, la materia, la luz, los perfumes, en sus significados más auténticos y más profundos.
En la liturgia, la Iglesia celebra a Cristo que se comunica como Señor y Salvador. La liturgia abre el misterio de Cristo en su verdad objetiva, es decir, más allá de nuestros gustos, sentimientos, estilos y percepciones. Al mismo tiempo, todo cristiano vive una relación personalísima con Cristo y lo acoge y se le confía de una manera totalmente única. Por esto, la liturgia está marcada también por la cultura del lugar, del tiempo, por gustos de las personas y por la percepción subjetiva.
Son dos elementos inseparables: el de la objetividad, que trasciende el tiempo y se hunde en la memoria y en la sabiduría de la Iglesia, en la Santa Tradición, y el de la subjetividad, totalmente nuestra, que pertenece al tiempo, al lugar donde el pueblo de Dios celebra al Señor y la propia salvación. Estas dos dimensiones de la liturgia cristiana, que son inseparables, de alguna manera también deben constituir el arte para la liturgia. El arte litúrgico, para ser verdaderamente tal, tiene, pues, estas dos dimensiones inseparables, que son en sí constituyen a la liturgia como tal:
1. una objetividad del misterio que estamos celebrando, es decir, la objetividad de Cristo como Salvador, nuestro Señor. Cuando, a través de la liturgia, la salvación se comunica a la comunidad que celebra, se trata de una salvación, que objetivamente pertenece a Cristo, realizada objetivamente por Cristo, y, por lo tanto, se trata de una realidad, no sólo como yo la pienso, la siento y lo percibo. Esto significa beber en la memoria viva, la sabiduría de la Iglesia, en la Tradición, es decir en esta sabiduría espiritual, en Cristo mismo que a través de los siglos vive en su cuerpo, que es la Iglesia;
2. una dimensión cultual, donde el hombre es el sujeto que recibe, acepta, recibe, acoge y expresa también su agradecimiento a Dios, a Cristo, por la salvación. Es, entonces, una dimensión más subjetiva, más marcada por las coordenadas histórico-geográficas en las que se encuentra, sin dejar de reconocer que ninguna cultura puede identificarse completamente con la objetividad del misterio divino-humano que estamos celebrando. Estas dos dimensiones, de hecho, son asumidas por lo que teológicamente puede significar la persona. La persona es una realidad que supera el binomio objetivo-subjetivo. La persona como realidad teológica, subraya la dimensión agápicaque por un lado es totalmente personal, inconfundible, y por el otro se realiza en las relaciones libres que de alguna manera objetivan el amor mismo. De hecho, en la liturgia tiene lugar precisamente este misterio: de lo personal y lo comunitario.
Un arte entre oriente y occidente Para entender los mosaicos del Taller de Arte Espiritual del Centro Aletti se debe subrayar que su intento es tratar de restaurar el arte litúrgico con los criterios antiguos, a saber: mirar con los ojos de un iconógrafo antiguo y trabajar con los lenguajes contemporáneos.
El Taller de Arte Epiritual del Centro Aletti bebe en la memoria de la tradición iconográfica de las Iglesias de oriente y de occidente. ¿Por qué también del oriente? Ante todo porque se trata de tradiciones apostólicas y, para poder vivir a Cristo cada vez más íntegramente, hay que tener en cuenta las tradiciones apostólicas orientales. No considerarlas nos llevaría a tener una visión manca y mutilada. En segundo lugar, porque el oriente cristiano tiene una interpretación figurativa y colorista del misterio que se celebra en la iglesia, — es decir, el misterio divino-humano, el señorío de Dios y la salvación del hombre—, que está ciertamente más articulada y eclesial de lo que, quizá, lo está la occidental, sobre todo la del segundo milenio.
Este lenguaje figurativo y colorista de oriente ha sido purificado de tal modo dentro del proceso de la liturgia y de la oración, que todo lo que de alguna manera no podía ser integrado con la oración y con el misterio que se celebraba se iba poco a poco dejando fuera. Hay misterios de nuestra fe, —como por ejemplo Cristo en la gloria, su pasión, su nacimiento—, que han sido «probados» de tal manera dentro de la Iglesia que la interpretación figurativa colorista incluye tanto el dogma como la experiencia eclesial y la devoción personal. Considerar hoy estas elaboraciones fruto de muchos siglos significa asirse a la tradición figurativa colorista más robusta y sana de la Iglesia. Por otro lado, nosotros somos occidentales y vivimos en el tercer milenio.
Mientras que en el oriente el primer milenio estuvo marcado fuertemente por la inculturación —precisamente en ese período se elaboraron estos lenguajes artísticos—, la Iglesia latina fue más lenta en la inculturación y, a decir verdad, en este período la Iglesia latina sufrió prácticamente al oriente. Pero en el segundo milenio la Iglesia latina dio pasos rapidísimos en la inculturación, en el diálogo con las nuevas culturas, con los nuevos tiempos, con los nuevos continentes. El arte litúrgico latino se caracterizó entonces por una nueva inculturación, por un nuevo modo de considerar la relación divino-humano, por una nueva reconsideración de las culturas cercanas a nosotros, o contemporáneas.
Para entender los mosaicos del Taller de Arte Espiritual del Centro Aletti se debe subrayar que su intento es tratar de restaurar el arte litúrgico con los criterios antiguos, a saber: mirar con los ojos de un iconógrafo antiguo y trabajar con los lenguajes contemporáneos. Por eso es necesaria una profunda unión con la memoria de la Iglesia y un gran sentido de la contemporaneidad. En el mosaico del Centro Aletti se encuentra un lenguaje totalmente actual. El arte de los últimos 15 años se ha movido o creando en su interior lo virtual o yendo a descubrir, al menos en ciertas corrientes contemporáneas, la materia, lo físico. Aquí se sitúa activamente el Taller del Centro Aletti. Todo el lenguaje material -por ejemplo, el problema de la materia y del color como lenguaje autónomo, una nueva concepción del espacio y lo bidimensional- es un elemento artísticamente presente en el lenguaje artístico de nuestro Taller. Sin embargo, este elemento no se yuxtapone al del oriente, son que de alguna busca su fusión, llegando a un lenguaje orgánico nuevo. El intento es mirar la materia no como opacidad del espíritu, sino como revelación y comunicación del espíritu. Entonces se convierte en algo de nuestro tiempo, que expresa nuestro gusto con las piedras, el movimiento, el flujo, la luminosidad. No hay nada triste, ni sordo, ni opresor, ni deprimente: es una explosión de luz.
Al mismo tiempo, también se busca la objetividad de la liturgia que se enlaza con el relato bíblico, con a tradición de los Padres y de los santos. Por lo tanto, no hay nada inventado, sino que todo se saca más bien de la Tradición. De hecho, el período que alimenta nuestra inspiración es el primer bizantino, el pre-románico y románico.
La expresión artística del Taller se hace entonces «intrigante», precisamente porque están estos dos componentes: por un lado una gran sensación de vida dentro de la inmediatez latina, de proximidad, de algo contemporáneo, de algo nuestro; y por el otro lado, algo misterioso, fuerte, de un mensaje teológico presente que suscita interés porque tiene dentro todo el depósito profundo de la memoria de la Tradición.
Un arte de la comunión.-Sólo a partir de la Iglesia se puede crear algo para la iglesia. Se sabe que para los cristianos, la iglesia como edificio, encuentra su significado fundamental en la Iglesia como comunidad de los bautizados, es decir, como el cuerpo de Cristo. La iglesia que se construye es una expresión auténtica de la conciencia eclesial de los creyentes.
El mosaico en sí mismo es una obra coral y no individual. Hay un director del «coro», un gran artista principal que tiene una visión de toda la obra. Pero este trabajo se lleva a cabo en estrecha colaboración con los artistas del coro. De hecho, no existe un proyecto de la obra diseñado en la mesa de trabajo, sino que la visión misma, el proyecto mismo tiene en cuenta el coro. En el coro cada artista tiene su propio lugar, donde expresa lo mejor de sí mismo, donde se puede crear con mayor fuerza de modo que la vida fluya a través de él, y más aún, a través de todo el coro en la obra que se está construyendo. Ser director del coro significa, sobre todo, tejer juntos las relaciones creativas, teniendo en cuenta a cada uno. Se realiza así realmente un principio espiritual y eclesial, es decir, el de partir de las personas concretas considerando su vocación, en busca de algo hermoso que pueden crear juntos. Se trata, pues, de un método muy diferente al que el mundo moderno está acostumbrado: hacer un proyecto y luego buscar a las personas y las maneras de realizarlo lo más fielmente posible. El principio eclesial, comunional, requiere tanto diversos cimientos como diferentes realización. Por eso, también el resultado es diferente.
La ascesis del artista no es sólo la profesional, técnica, sino sobre todo la eclesial, es decir, vivir positivamente la comunión real. Para esta se pide, sin duda, el sacrificio propio. Precisamente la Pascua es la garantía de la vida. Tarde o temprano quien quiere vivir verdaderamente comprende la vida que pasa por el misterio pascual. Y allí está el fundamento de la comunión.
El coro de los artistas está compuesto de diferentes nacionalidades e Iglesias diversas. Por eso, la comunión es tanto más real cuanto menos dada por descontado. Cada trabajo se puede iniciar sólo con la oración al Padre por el don del Espíritu Santo, que es el único que puede derramar en nuestros corazones ese amor en el que podemos amarnos y crear. En el rito bizantino, antes de confesar el credo, el diácono se dirige al pueblo, diciendo: «Amémonos unos a otros para que podamos decir “creo en Dios Padre”». El Espíritu Santo es el Señor que da la vida. Por eso, es imposible entrar en la creación artística sin la súplica para la venida del Espíritu. Esta es la condición sin la cual el trabajo aunque formalmente muy perfecto, todavía no es vivo.
El arte litúrgico no puede ser sólo descriptivo, sino que debe ser habitado por el misterio.SAN JOAQUIN Y SANTA ANA, PADRES DE LA VIRGEN MARÍA. NOS ENSEÑAN EL AMOR, COMUNICACIÓN Y RESPETO QUE DEBE DE EXISTIR EN EL MATRIMONIO