por tralalá » Dom Oct 16, 2011 9:54 pm
San José y María Santísima eran realmente esposos, no se trataba de una simple ficción. Al contrario: nunca, en la tierra, se ha visto dos almas llamadas a vivir juntas unidas por un tan maravilloso amor.
Se amaban, por supuesto, pero en Dios. Sus corazones latían al unísono con ternura recíproca bajo la inspiración del Espíritu Santo. Su única ambición era unirse más y más a la voluntad de Dios tres veces Santo; era la aspiración esencial de su ser. El amor del Altísimo constituía la base de su alianza.
Pero es precisamente esto lo que da al amor humano toda su fuerza y su belleza. El apóstol San Pablo dice en la Epístola a los Romanos (8, 38): Porque persuadido estoy que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna criatura podrá separarnos del amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro…
Un clamor semejante hace vibrar constantemente el corazón de San José y de María Inmaculada. Así como el amor de Dios es incorruptible —dicen—, así nuestro amor es invencible, puesto que se alimenta del de Dios. Y, en consecuencia, se afanan por complacerse mutuamente, tanto más cuanta que esta actitud, lejos de apartarles de Dios, les une a El más y más.
Había sido así desde que se hicieron las primeras promesas. José creía entonces que su amor a María no podría crecer más, pero tras la revelación de la Encarnación por parte del Ángel aumentará considerablemente. La fuerza de su amor se redobló hasta tal punto que se sentía como un hombre nuevo.
Las perfecciones de María se embellecieron a sus ojos porque el Niño que llevaba en su seno era el Dios de las promesas, hacia el cual tendían todas sus aspiraciones y deseos: la contemplaba y la veneraba como una nueva Arca de la Alianza, Tabernáculo del Santo de los Santos.
María, por su parte, se sentía ligada a Él, como al representante de la autoridad de Dios, escogido para ser su coadjutor en el misterio de la Encarnación. Le presta, pues, una confianza y un cariño llenos de deferencia, de sumisión tierna y afectuosa.
Han hecho ambos votos de virginidad, pero eso les une más estrechamente. Precisamente porque su amor es virginal, y la carne no tiene en él parte alguna, se encuentra protegido frente a los caprichos, las inquietudes, las amarguras y las decepciones.
Las vírgenes tienen una ternura que no conocen los corazones marchitos. Desconocen lo que San Pablo llama “las aflicciones de la carne” en su Epístola a los Corintios (1., 7, 28). Santos de cuerpo y espíritu, se aman con un amor capaz de todas las riquezas, de todos los matices.
“Oh, Santísima Virgen —exclama Bossuet—, tus llamas son tanto más vivas cuanto que son más puras y más sueltas, y el fuego de la concupiscencia que arde en nuestro cuerpo no puede igualar jamás el ardor de los castos abrazos de los espíritus que une el amor a la pureza”.
¿Presentía José que a causa de su misión María sería llamada un día por el mundo entero “causa de nuestra alegría”? En cualquier caso, en cuanto la instaló en su casa para vivir con ella una vida en común que sólo la muerte podría interrumpir, María se convirtió para Él en fuente de desbordante alegría.
Y mientras que Él la rodea de cuidados y atenciones que para Ella formarán parte de ese tesoro de pensamientos y de recuerdos que conservará en su Corazón, María, por su parte, se comporta como una esposa amorosa y dulce, cuya entrega pronta y alegre está atenta a los menores detalles.
Hay entre ellos una admirable emulación para servirse mutuamente: “Soy tu servidora”, dice María. “No —responde José—, soy yo el designado por Dios para servirte”.
Y mientras María cose y borda la canastilla del Niño, José hace la cuna de madera donde reposará el Hijo del Altísimo, el Rey del Universo, el Salvador del Mundo.
Surge espontánea esta pregunta: Si María y José estaban, como se ha dicho, ligados por el voto de perpetua virginidad, voto que excluye el matrimonio, ¿cómo pudieron casarse válidamente, y convertirse en verdaderos esposos? En su casamiento, o no prestaron verdadero consentimiento, y se redujeron a fingir, y entonces no fueron verdaderos esposos; o prestaron un verdadero consentimiento, y entonces quebrantaron el voto de virginidad.
A esta pregunta se contesta afirmando que María Virgen y José Castísimo en su casamiento prestaron verdadero consentimiento, y por lo tanto, fueron verdaderos esposos; y al mismo tiempo, no violaron el voto de virginidad, sino que fueron siempre vírgenes.
En efecto, en el casamiento José adquirió derechos sobre María, y María sobre José. Pero el que tiene algún derecho, puede usarlo, o no; y si no lo usa, no por ello lo pierde.
Un hombre puede comprar un viñedo y convertirte en su dueño. Puede también, si lo quiere, renunciar al derecho de disfrutar del viñedo comprado y de percibir los frutos. Pero no por esto deja de ser el verdadero dueño.
Así, la Santísima Virgen y San José, renunciando a los derechos adquiridos en su casamiento, permanecieron vírgenes; y, sin embargo, fueron verdaderos esposos. Y esto, ciertamente, sucedió por disposición de Dios.
Del mismo modo que el Arcángel San Gabriel explicó a María que Ella podía ser Madre de Dios sin violar el voto de virginidad —esto es, por obra del Espíritu Santo—, así el Señor, de alguna manera, les aseguró que aun casándose podían mantenerse rigurosamente fieles a su voto; y ellos —como hemos visto ya— de mutuo acuerdo prometieron observarlo religiosamente como antes del casamiento, y así pudieron convertirse en verdaderos esposos, sin dejar de ser vírgenes.
Por esto, el Evangelio llama a José esposo de María, y a María, esposa de José: “Jacob engendró a José, esposo de María, de quien nació Jesús.” “José, su esposo, siendo hombre justo…”; y el Ángel dijo: “No temas, oh José, tomar a María por esposa“.
De aquí concluye San Agustín que siendo José y María llamados cónyuges en el Evangelio, se debe afirmar que entre ellos hubo un verdadero y legítimo matrimonio, aunque conservarán siempre una inviolable virginidad.
Así fue el matrimonio entre la Beatísima Virgen y el Castísimo José, el más puro, el más casto, el más santo y el más admirable que se pueda imaginar.
Puede afirmarse que no fue un hombre quien se casó con una mujer, sino un ángel que se desposó con otro; o mejor, como se expresa Gersón, fue la virginidad que se desposó con la virginidad.
Y fue éste un maravilloso ejemplo de continencia, imitado después por varios Santos, como, por ejemplo, Santa Pulquería con Marcial, y Santa Cunegunda con San Enrique, los cuales en el matrimonio renunciaron a sus derechos, y permanecieron siempre vírgenes.
El casamiento de José con María se realizó por disposición de Dios; porque —como dice San Jerónimo— deseando tomar carne humana Aquel que debía purificar las manchas de los pecados de todos los hombres, no debía tener por Madre sino una Virgen Inmaculada. Pero al mismo tiempo, quiso que esta Virgen estuviera casada, por las siguientes razones:
En primer lugar, a fin de que se cumplieran las profecías según las cuales el Mesías debía nacer de la estirpe de David, como lo demuestra claramente la genealogía.
En segundo lugar, a fin de que María, apareciendo como madre sin esposo, no fuera tratada como adúltera y apedreada por los judíos, según mandaba la Ley en tales casos.
En tercer lugar, a fin de que al huir la Virgen María a Egipto —y lo mismo puede decirse para las demás penas y trabajos que la afligieron—, tuviera un socorro y alivio humano y ordinario.
Y en cuarto lugar, finalmente —como observa San Ignacio Mártir—, a fin de que el parto de María quedara escondido al demonio, creyéndolo, no ya de una virgen, sino de una casada; es decir, impidiendo Dios que el demonio descubriese el sublime misterio de la Encarnación del Verbo por obra del Espíritu Santo.
Habiendo sido San José elegido por Dios para ser el protector y el casto esposo de la más pura de las vírgenes, ¿podremos dejar de creer que fuera adornado con todas las gracias y privilegios que debían hacerlo digno de un título tan glorioso? ¿Qué padre no elige para la hija que ama tiernamente, el esposo más virtuoso y perfecto que pueda hallar? Ahora bien; ¿hubo jamás hija alguna más amada por el Padre celestial que la Santísima Virgen, destinada desde toda la eternidad a ser Madre de su único Hijo?
Dios, cuyas obras llegan a su término fuerte y dulcemente, debía preparar para María un esposo que mereciera gozar de una unión tan íntima con la Madre de su Unigénito. El cielo, fecundo en milagros, había reunido en aquella augusta Virgen todas las gracias y todas las virtudes. Era María más bella que la luna, más resplandeciente que el sol, más formidable contra el príncipe de las tinieblas que una armada en orden de batalla.
Toda pura a los ojos del que es la pureza misma, María veía a sus pies a todas las criaturas del cielo y de la tierra, y sólo Dios, cuya fiel imagen era, la superaba en gracia y santidad.
Por eso, cuando Dios, al principio del mundo, creó de la nada, con su poder infinito, esa multitud de seres, cuya excelencia era a sus ojos digna de admiración, y coronó su obra maravillosa creando al primer hombre, no halló nada sobre la tierra que pudiera compararse a Adán. A tantas maravillas debió añadir un nuevo milagro, y dar a Adán un apoyo que fuera igual a él. Y creó la primera mujer, que quiso sacar del costado de Adán, para que, siendo de su misma naturaleza, pudiera servirle de compañera.
¿No es, pues, lógico pensar que, habiendo dado José a María para ayudarla y servirla, lo haya hecho a José semejante a Ella, enriqueciéndolo con todos sus dones y dotándolo con gracias especiales, a fin de que, siendo en cierto modo la fiel imagen de las perfecciones de una Esposa santa, fuese digno de serle dado por compañero?
Cuando Dios quiso dar una compañera al primer hombre, se la dio semejante en la naturaleza, en la gracia y en la perfección. Y cuando quiso dar un esposo a la Madre de su Hijo divino, lo escogió semejante a Ella en gracia y santidad.
Por lo tanto, cuando consideramos atentamente las sublimes prerrogativas y las admirables virtudes de José, vemos que ningún Santo tuvo como Él tanta parte en los privilegios de los méritos que enaltecieron a María por sobre todos los santos.
Cuando Dios eligió a José para ser el Casto Esposo de María y el Padre de su único Hijo, ya era sumamente grande y perfecto; pero ¡cuánto crecieron y se perfeccionaron tan eminentes cualidades en la compañía íntima y continua de esa Virgen incomparable, cuya profunda humildad y pureza, superiores a las de los Ángeles, obligaron, por así decirlo, al Hijo de Dios a bajar del Cielo para hacerse Hombre!…
Que si un solo saludo de María obró tantos prodigios en la casa de Zacarías, santificó a San Juan, y le comunicó el espíritu de profecía con tanta abundancia, que participó de él también su madre, ¡qué saludables impresiones no debía hacer en el alma de San José la conversación de esa Virgen, en el tiempo en que la plenitud de la Divinidad habitaba personalmente en Ella! ¡Qué luces fulgurantes esparcía en su alma, qué fervor movía su voluntad!…
En efecto, si la boca habla de la abundancia del corazón, ¡qué edificantes serían las conversaciones de María, cuando tenía en su casto seno al Verbo que inspira el amor, el Verbo hecho carne por obra del Espíritu de amor!
¡Cuántas sublimes comunicaciones, qué maravillosas efusiones, qué flujo y reflujo de luces y de llamas divinas, qué sagrados coloquios entre María y José durante treinta años!
Si la omnipotencia de Dios resplandece sobre todo en su Divinidad, en cuanto que un Dios puede engendrar a un Dios, la Santísima Virgen hace algo semejante, al ser la Madre del Dios hecho Hombre. Si la omnipotencia de Dios se manifiesta haciendo brotar toda la magnificencia del universo con un fíat, parece aún mayor el triunfo de la omnipotencia de María, quien con un fíat hizo que Dios se abajara desde el abismo insondable de su Divinidad, para hacerse Hombre.
Y para terminar esta consideración, debemos hacer alguna reflexión práctica. Si San José hizo tan admirables progresos en el camino de la perfección, es porque fue fiel a las primeras gracias que Dios le hizo; y esta correspondencia a todas las inspiraciones del Espíritu Santo, a todos los impulsos de la gracia, le merecieron siempre nuevos y mayores favores.
Animo, siervo prudente: porque te mostraste fiel en lo poco, te estableceré en lo mucho.
No son los favores más señalados del Cielo los que forman la verdadera grandeza. La gloria de San José no es tan sólo la de haber sido el Esposo de María y de haber llevado a Jesús en sus brazos, sino la de haberle custodiado en su corazón; de haber sabido unir la preeminencia de la virtud a la de las gracias y de los títulos, y de haber sabido honrar con la virtud más sublime al Dios que lo había elevado a tanta altura.
Verdaderamente sabio, pues que la gracia que lo santifica, prevalece en su corazón a la gracia que lo levanta y engrandece; pues que pospone el estado honorífico a otro más perfecto.
Son sus virtudes, y no los honores, las que lo hicieron meritorio delante de Dios; y si pudiéramos separar ambas cosas, lo que Dios hizo en San José por medio de María Santísima le sería inútil, sin su propia cooperación a la gracia y a los beneficios de Dios.
Con la fidelidad a las gracias, estas se multiplican, dice San Jerónimo.
Todo sea para la mayor honra y gloria de DIOS por
amor a Jesús, María y José. Acompáñennos ahora y en la hora de nuestra muerte. Amen.