Curso: Las 54 virtudes atacadas
Autora y asesora del curso: Marta Arrechea Harriet de Olivero
Lección 42 y 43 La Liberalidad y La Magnanimidad.
La liberalidadLa liberalidad, que parte de la justicia, es la virtud que “tiene por objeto moderar el amor a las cosas exteriores, principalmente de las riquezas, e inclina al hombre a desprenderse fácilmente de ellas, dentro del recto orden, en bien de los demás” (1).
Dicho de otra manera, es “el medio prudente en todo lo relativo a la riqueza. Es la virtud que tiene que ver con el “recto uso de dichos bienes”. El buen uso del dinero es el acto propio de la virtud de la liberalidad.
San Agustín decía que “es virtuoso el usar bien de aquellas cosas que podemos usar mal”, porque podemos usar bien o mal no sólo de lo que tenemos en nuestro interior, (como las potencias y las pasiones), sino de nuestros bienes materiales externos. Virtud noble y señorial, que mejora enormemente las relaciones humanas, otorgando armonía, excelencia y belleza al trato social.
“Dado que los bienes o riquezas afectan nuestro corazón de tal o cual manera, cabe la posibilidad de usarlos bien o mal. La liberalidad es la virtud por la cual el hombre emplea virtuosamente los bienes que posee o, si se prefiere, se trata de una disposición interior que ordena el amor, la complacencia y el deseo relativo a dichos bienes, de acuerdo a la razón. Se refiere, por lo tanto, a un desapego interior, y no será virtud si no damos con alegría, porque “Dios ama al que da con alegría” dice San Pablo.
Por eso, como enseña Santo Tomás, la esencia “de la liberalidad son los afectos, es decir, las actitudes o disposiciones interiores frente a las riquezas. El principio de la liberalidad es un cierto desapego, por el que no se desea ni se ama tanto al dinero, (como para), que uno se cierre a toda generosidad para con el prójimo. De ahí la posibilidad de que también los pobres, cuando son realmente virtuosos, puedan ser liberales, ya que la liberalidad no consiste tanto en dar cuanto en la disposición del donante.” (2)
Sirva esta simple anécdota a lo que digo. Una vez un hombre rico fue a pedirle consejo sobre el manejo justo que debía hacer de sus bienes a un piadoso fraile. El fraile lo acercó a la ventana y le dijo:
“Mira.-
El hombre rico miró por la ventana a la calle. El fraile le preguntó:
- ¿Qué ves?-
El hombre le contestó:
Veo gente, personas.-
El fraile entonces lo condujo ante un espejo y le dijo:
Y ahora. ¿Qué ves? -
Ahora me veo yo. -
¿Entiendes? Le dijo el fraile. En la ventana hay vidrio y en el espejo hay vidrio. El peligro está en que el espejo tiene un poco de plata, y cuando hay plata uno deja de ver personas y comienza a verse a sí mismo.”.-
La historia humana ha demostrado la cantidad de ricos que llegaron a los altares como San Luis rey de Francia, Santa Isabel de Hungría, San Wenceslao de Bohemia o Santa Margarita de Escocia. Lo cual prueba que ni el dinero, ni aún un trono, impiden la santidad. Lo que la dificulta y el peligro consiste en el mal uso que podemos hacer del mismo. De ahí que haya ricos santos y pobres que no lo son.
El dinero se puede recibir o dar, acumular o prodigar. El hombre liberal, según Aristóteles, recibirá lo que corresponde y dará lo que deba. Gastar en beneficio de otro es liberalidad pero para poder dar es necesario saber generar dinero y conservarlo de ahí que los tres actos sean importantes. Nuestro Señor no pretende que demos todos nuestros bienes, (salvo que seamos llamados a un desprendimiento de virtud superior como la vida religiosa), pero sí nos aconseja que ordenemos el recto uso de ellos, desde nuestro corazón.
La naturaleza humana es más propicia a acumular que a dar, de ahí que la virtud consista en manejar con equilibrio estas dos actitudes y, entre ambas, es más virtuoso el acto de dar, (para hacer
con ello cosas buenas), que el de guardar para sí. Tampoco dependerá esta virtud de los bienes que se posean, sino de la proporción entre lo que tengamos acceso y lo que demos, como el Señor nos enseña en el Evangelio con el óbolo (limosna) de la viuda, que dio tan sólo una moneda pero el Señor lo destacó porque ella dio todo lo que tenía.
Ser justo es darle a otro lo que es suyo. De ahí que no se sea liberal porque se paga un sueldo que corresponde a un trabajo acordado previamente de manera puntual. La paga, la suma de dinero en ese caso, ya es del otro. Ser liberal, en cambio, es darle de lo que es nuestro. un reconocimiento extra por su esfuerzo notorio. Por haber venido bajo la lluvia y en bicicleta y aún con fiebre porque sabía que lo necesitábamos ese día de nuestro aniversario. Ese reconocimiento del esfuerzo ajeno, (que demostraremos con una paga extra), es lo que nos hará liberales con el dinero.
Cuando hablamos de dinero, no nos referimos solamente a la moneda, sino a todo lo que se mide con valor monetario. Santo Tomás nos enseña que el dinero no es un fin en sí mismo, pero cuando sirve a un bien, (crear fuentes de trabajo, plantar un monte para obtener madera, hacer un dique para tener una reserva de agua, edificar su propia casa al construir una familia, levantar un colegio o una Universidad), proporciona una gran satisfacción, algo parecido a la felicidad, por habernos constatado capaces de construir y ver nuestro esfuerzo realizado.
El dinero es un bien útil, ni malo ni bueno en si mismo, pero el bien o el mal dependen del uso que nosotros le demos con nuestro corazón.
La doctrina social de la Iglesia, (o sea la propuesta católica al correcto orden social), enseña que el derecho sobre la propiedad no es absoluto, sino que tiene un fin social. Somos dueños de nuestros bienes pero con el fin de proveernos nuestro sostén personal y familiar y generar trabajo y bienestar a otros. Aunque poseamos una propiedad legalmente, moralmente no podremos destruirla. Nuestro derecho sobre la propiedad moralmente no llega hasta la destrucción del bien.
Podemos poseer un monte en nuestras tierras, que podremos talar y vender toda la madera dando trabajo y bienestar, pero moralmente no podremos prenderle fuego por el simple hecho de que sea nuestro. Podemos tener una pileta en nuestro jardín para bañarnos o para invitar amigos y familiares, pero no podremos moralmente llenarla de champagne para una fiesta aunque tengamos medios para hacerlo. Podemos regalar nuestra bicicleta si no la usamos, pero no podremos moralmente saltarle encima porque ese día estábamos rabiosos hasta romperla. Podemos disponer de nuestro cuarto en nuestro hogar, pero no podremos moralmente escribir las paredes ni subirnos a la cama con las zapatillas sucias hasta destruir la colcha y la pintura. Esto es lo que nos quiere decir la Iglesia cuando nos enseña que el derecho a la propiedad privada no es absoluto. Detrás del buen o mal uso que damos a nuestros bienes hay una connotación moral.
Este concepto es mucho más grave cuando atañe al sustento porque tocan al alimento y hay millones de personas en el mundo que carecen de lo necesario para vivir. Si bien puedo ser dueño de una plantación de manzanas, moralmente no puedo tirarla a los chanchos para que suba el precio. Puedo ser dueño de un tambo y defender legítimamente el valor de mi producción de leche, pero moralmente no puedo tirarla para que suba el precio. Podremos poseer un campo y venderlo por distintas circunstancias (dificultades económicas, deudas, problemas familiares, etc) que nos obliguen a hacerlo. Pero si lo hacemos solamente para tener la plata puesta a interés y vivir de rentas o especulando tenemos que saber que habremos rematado nuestra cultura, nuestras raíces, nuestras tradiciones, el esfuerzo de tal vez varias generaciones de nuestros antepasados, a quienes pertenecieron las tierras. Aquí tocaríamos además las virtudes de la responsabilidad, de la gratitud, y de la piedad, que nos manda venerar lo que hicieron nuestros mayores.
El Estado, (como ente regulador), debiera velar para que estos desórdenes en el ámbito social no ocurran y que la gente no se vea en situaciones desesperadas hasta tener que desprenderse de lo propio por impuestos distorsivos. Corresponde al Estado el generar precios que justifiquen a los profesionales desarrollar dignamente y sin coacciones morales sus profesiones, a los agricultores levantar sus cosechas, a los trabajadores hacer valer su trabajo, a los empleados sus sueldos, etc.
“La liberalidad se diferencia de la misericordia y de la beneficencia por el motivo que las impulsa: a la misericordia la mueve la compasión, el amor, y a la liberalidad el poco aprecio que se hace del dinero, lo que lo mueve a darlo fácilmente no sólo a los amigos, sino también a los desconocidos. Se distingue también de la magnificencia en que ésta se refiere a grandes y cuantiosos gas tos invertidos en obras espléndidas, mientras que la liberalidad se refiere a cantidades más modestas.
Su nombre de liberalidad le viene del hecho de que, desprendiéndose del dinero y de las cosas exteriores, el hombre se libera de esos impedimentos, que embargarían su atención y sus cuidados. El vulgo, (o sea el común de la gente), suele calificar a estas personas de desprendidas y dadivosas.” (3)
Tampoco será liberal quien descuide de su propio sostenimiento y el de los suyos. Los bienes generan estabilidad y seguridad a una familia, ayudándola a campear los momentos difíciles que puedan sobrevenirle y, mientras este concepto esté ordenado, es bueno tratar de adquirirlos. Así como la propia naturaleza “ahorra”, (el agua ahorra el calor del día, las plantas en zonas áridas el agua etc, cuando le “sobran” ), para lograr ella también estabilidad, es la principal responsabilidad de las cabezas de familia, (dentro de las posibilidades de cada uno), el tratar de generar ahorros para la seguridad y protección de los suyos y el no ser el día de mañana una carga para los demás. De ahí que el liberal no despreciará sus bienes personales, porque con ellos podrá no sólo sostener a los suyos, sino también auxiliar a los demás. Tampoco los repartirá a cualquiera y de manera indiscriminada. Si no que los dará según el buen criterio de la razón a quien mejor lo merezca o los necesite.
Entre las virtudes, la liberalidad es una de las que más nos hace ser amados, porque ayudamos al bienestar del prójimo y somos útiles para quienes nos rodean. Generalmente el dar, si damos bien, lo acompaña el amor, la comprensión, la comunicación con el prójimo. Poder dar genera sumo placer, pero hay que discernir lo que es bueno para el otro de lo que no lo es. Se trata de pensar en hacer el bien al otro y no de lucirnos nosotros con nuestras posibilidades.
“Todas las acciones que la virtud inspira son bellas y todas ellas están hechas en vista del Bien y de la Belleza. Así el hombre liberal y generoso dará porque es bello dar; y dará convenientemente, es decir, a los que debe dar, lo que se debe dar, cuando debe dar, y con todas las demás condiciones que constituyen una donación bien hecha. Añádase a esto que hará sus donativos con gusto o, por lo menos, sin sentirlo, porque todo acto que es conforme con la virtud es agradable o, por lo menos, está exento de dolor y no puede ser nunca verdaderamente penoso.
Cuando se da a quien no debe darse, o cuando no se da siendo bueno dar, y se hace un donativo por cualquier otro modo, no es uno realmente liberal, y debe dársele otro nombre, cualquiera sea. El que da con tristeza no es tampoco liberal, porque prefiere el dinero a obrar el bien, y esto no es lo que debe sentir un hombre verdaderamente liberal.” (4)
No será liberal quien reparta sus bienes sin ton ni son, porque a veces no es bueno ayudar cuando las causas no son buenas. Gastar fortunas en artículos de lujo de uno de los cónyuges, caprichos totalmente superfluos como son todos los últimos modelos de todo lo que aparece diariamente, en malas lecturas, revistas o espectáculos ajenos a la moral cristiana no es liberalidad sino derroche anticristiano.
Recordemos que la virtud siempre tiende al bien de la persona, y malgastar en caprichos no lo es.
Regalarle a un nieto de 15 años una moto, (tal vez hasta en contra de la voluntad de los padres), simplemente porque podemos hacerlo no es liberalidad. Es no sólo una imprudencia, sino un atropello a la autoridad paterna, y el regalo, además de erosionar la autoridad de los padres ante los hijos,(por los mismos abuelos), seguramente le traerá mas problemas que satisfacciones
por los riesgos que conlleva.
Los dos pecados que se oponen a la virtud de la liberalidad son: la avaricia (por defecto) y prodigalidad (por exceso).
La avaricia es un pecado capital y tiene dos aspectos: el personal y el social.
En el plano personal, es pecado capital no por su maldad intrínseca sino porque genera otros pecados como la falta de justicia, de misericordia, de caridad y de espíritu de fe. “Avaro es aquel que teniendo el corazón apegado a las riquezas, está abocado a su búsqueda y acumulación, en la idea de acrecentarlas incesantemente.”
“Se distingue del “interesado” que no hace nada gratuitamente; de los “parsimoniosos” , que está siempre ahorrando; del “tacaño”, que trata de gastar lo menos posible. Lo propio del avaro es preocuparse tan sólo por poseer en una medida cada vez mayor. (5)
Si bien es legítimo que el hombre busque una posición económica y bienes, el avaro tiene un afán desmesurado de acumular riquezas tan sólo para poseerlas, no para ordenarlas a su legítimo bien. “Ha dicho Gustave Thibon que por lo general los ricos, (entendiendo por ricos a todos los que tienen superioridad social, capacidad de decisión política, altos cargos, celebridad), son buscados, rodeados, adulados, sea por interés, temor o vanidad. “Poderoso caballero es Don Dinero”. Pero la verdad es que alrededor de ellos se congrega una selección al revés. “El pobre humillado ve la verdad de quien le humilla. Pero el rico adulado difícilmente discierne la mentira de quien le adula”. (6)
El exceso de acumular también es una forma de avaricia, ya que debemos tener un ansia medida de las cosas. Hay distintos grados dentro de la avaricia. Desde la simple tacañería hasta la idolatría del dinero. De ahí que la avaricia sea un pecado espiritual. “León Bloy dice que el dinero es un misterio, que hay algo de misterioso en el poder ejercido por el dinero”(7). A decir verdad el misterio es que el hombre busca en el afán desmedido de poseer dinero el poder que genera o matar el ansia insatisfecha de felicidad que está impresa en el corazón humano. Dios la puso expresamente en el corazón del hombre para que no cejáramos de buscarlo aunque viviésemos rodeados de dinero.
En el plano social el espíritu anticatólico de la Reforma protestante, dio nacimiento a un hombre que puso el enriquecerse como un importante objetivo, (ya que esto era una señal de predestinación). Para Lutero y Calvino los ricos eran los predestinados y favorecidos por Dios para salvarse. Lutero incitó a los hombres que se enriquecieran pero sacándoles la responsabilidad moral que implica el tener riquezas por la responsabilidad de su función social. A través de los siglos este espíritu dio lugar a la proliferación de los “bancos” en sustitución de las catedrales como el corazón de las ciudades.
Las riquezas auténticas y sanas para el hombre siempre serán los frutos del trabajo de la tierra, de la industria y del hombre desarrollando sus potencialidades. No del fruto del trabajo del mismo dinero. El dinero, por su propia naturaleza, es infecundo, no puede tener cría. No obstante la Iglesia, que siempre ha condenado todo préstamo a interés y la usura, ahora lo tolera, no porque haya olvidado su doctrina, sino porque permite a sus hijos, (en virtud de la falta de firmeza de los tiempos nuevos), y la enorme inestabilidad reinante, una defensa más a la sana productividad.
En épocas más cristianas, los hombres se batían y morían en guerras religiosas, (como las Cruzadas). Más tarde serían políticas, y morirían en defensa del cambio de ideas. Hoy los hombres van a morir y son mandados a pelear en defensa de los intereses de los grupos económicos que manejan el dinero mundial… Esto demuestra la importancia que quienes gobiernan a nuestra sociedad le conceden al dinero y la decadencia de los valores. No hay otra manera de salir de este círculo satánico que volver a poner al dinero en su lugar, como mero instrumento de intercambio.
El otro vicio en contra de la liberalidad (esta vez por exceso) es la prodigalidad. Cristo calificó de “pródigo” al hijo menor de la parábola, que mal gastó los bienes heredados. “Aristóteles enseña que lo propio del pródigo es la tendencia a disipar sus bienes. Pródigo es, dice más expresamente, “el que se arruina por su gusto”. Porque la disipación insensata de los propios bienes es una especie de autodestrucción, ya que uno sólo puede vivir cuando tiene algo. Comentando este texto, dice Santo Tomás, que la palabra pródigo tiene que ver con “perdido”, en cuanto que el hombre, al disipar las propias riquezas, con las que debe vivir, pareciera estar destruyendo su ser, que justamente se conserva por dichas riquezas”.(8)
Los pródigos, generalmente, en su desorden, dan a quienes no debieran lo cual también es un desperdicio.
En realidad lo que el dinero da, (especialmente en grandes cantidades), es simplemente poder, y nos hace sentirnos como “dioses”, que es en realidad lo que quería Satán, el poder de ser como Dios para ser el autor de la ley y no tener que someterse. No se explica de otra manera que los humanos queramos acumular o robar cantidades de dinero desproporcionadas, (saqueando países enteros con negociados), imposibles de gastar en generaciones enteras, o generar negocios gigantescos declarando guerras sólo para vender armamentos y reconstruir, más tarde, las ciudades arrasadas por ellas. Tampoco se explica, ni aún en el ámbito natural solamente, el llevar a la muerte y a la mutilación de por vida y al sufrimiento a millones de personas solamente para robar los bienes naturales de otros países (como el petróleo, el gas, minerales o las reservas de agua.). Hay una guerra satánica y un espíritu diabólico detrás de esto.
Notas:
(1) “Teología de la perfección cristiana”. Rvdo. P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág 586
(2) “Siete virtudes olvidadas”. Rev. P. Alfredo Sáenz. S. J. Editorial Gladius. Pág. 276
(3) “Teología de la perfección cristiana”. Rvdo.P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág 586
(4) “Siete virtudes olvidadas”. Rev. P. Alfredo Sáenz. S. J.Ediciones Gladius. Pág. 280
(5) “Siete virtudes olvidadas”. Rev. P. Alfredo Sáenz. S. J. Ediciones Gladius. Pág.294
(6) “Siete virtudes olvidadas”. Rev. P. Alfredo Sáenz. S. J. Ediciones Gladius. Pág. 298
(7) “Siete virtudes olvidadas”. Rev. P. Alfredo Sáenz. S. J. Ediciones Gladius. Pág. 297
(8) “Siete virtudes olvidadas”. Rev. P. Alfredo Sáenz. S. J. Ediciones Gladius. Pág. 316
La magnanimidadLa magnanimidad es la virtud que “inclina a emprender obras grandes, esplendidas y dignas de honor en todo género de virtudes”. (1)
La magnanimidad implica grandeza de alma y empuja siempre a lo grande, a lo espléndido, y es incompatible con la mediocridad. Se refiere sólo a las grandes ideas, a las grandes empresas, porque supone siempre lo grande. Es la virtud que implica grandeza de espíritu, anchura y altura de miras, nobleza de carácter, fortaleza para resistir las contrariedades y valentía para enfrentar los riesgos.
“La magnanimidad es la característica de las almas superiores, que sueñan con lo óptimo, que se saben dignas de cosas excelsas. O, más exactamente, es magnánimo quien aspira a lo que es grande en las cosas. Su objeto principal, su objeto por excelencia, es lo más grande. Por debajo de ese objeto principal, tiene objetos secundarios: las otras cosas grandes.
¿Qué es lo que se encubre en ese objeto anhelado, qué es lo que el magnánimo busca en el fondo? Aristóteles contesta sin vacilar: el honor. En la “Ética” de Nicómaco, las “cosas grandes” se refieren a los bienes exteriores, y el más grande de ellos es el honor, puesto que es el bien ofrecido a los dioses, el bien que acompaña a las más altas dignidades, el bien que recompensa las acciones nobles. Es el honor un bien exterior, el mayor de todos ellos, que responde y se debe a la excelencia interior. El magnánimo está por encima tanto de los aduladores como de los que lo desprecian sin razón. No le importa que el honor provenga de uno o de muchos: le interesa más la opinión aislada de un solo individuo que sea realmente de bien, que lo que piensa la multitud”. (2)
El honor, el ser homenajeado, distinguido y honrado según nuestra dignidad, es el mayor bien de un hombre, por encima de la riqueza y del poder. Es por eso que el hombre magnánimo mira con mucho respeto al honor, porque sabe que es lo máximo que se le puede tributar a las personas y a las instituciones, como recompensa de lo que han dado.
El honor puede y debe buscarse y darse legítimamente, (mediante gestos, manifestaciones y privilegios, como ceder el mejor asiento o inclinarse ante el paso de alguien o ponerse de pie en su presencia). Pero puesto que toda dignidad viene de Dios, debe siempre estar referida a Él para que no se desordene.
Según Santo Tomás, el magnánimo busca el honor por tres motivos: para sí mismo (para su buen nombre y prestigio lo cual es lícito) y porque le gusta que se sepa. Para el prójimo (dirigido a una institución, desde un colegio, un club o una ciudad) y para Dios (defendiendo el honor de Su Iglesia y evangelizando almas que Le tributarán la mayor gloria). Los honores, como las riquezas, son muy peligrosos si uno pierde su objetivo.
Se debe honrar a Dios, (por ser el Creador del universo y de nuestras propias vidas), a la Patria, (por ser la tierra de nuestros padres), a los símbolos patrios como la bandera, el himno o la escarapela (por lo que representan), a los sacerdotes y consagrados, (por ser los legítimos representantes de Dios en la Tierra), a los padres, (por ser quienes nos dieron la vida, la educación y el afecto), al valor moral, (de quienes han pagado un alto precio para mantenerlo), a los mayores, (por su supuesta sabiduría y experiencia), a las personas con mayor talento intelectual o artístico, (si lo han puesto al servicio del Bien Común), e incluso a los ricos y poderosos, (si han puesto sus medios al servicio de las personas generando trabajo y estabilidad).
Las personas envestidas de un cargo importante en la sociedad, (Obispos, superiores de las comunidades, religiosos, Presidentes, ministros, embajadores, etc), debieran ser dignas del honor que dicho cargo conlleva, para que naturalmente se lo rindamos sin que nos genere violencia, pero no siempre es así, y menos en una sociedad desordenada, convulsionada y revolucionaria como la nuestra.
La magnanimidad necesita de tres ingredientes: confianza (en que podrá, con la ayuda de Dios y sus talentos recibidos) llevar a cabo su misión, seguridad y bienes de fortuna (que, si bien no son indispensables, sabemos y es evidente que mucho ayudan a realizar las grandes obras). Se puede ser magnánimo en la pobreza, pero sabemos que los bienes, el poder y las amistades permiten trabajar y consolidar mejor los buenos emprendimientos. La Iglesia siempre lo entendió así, de ahí que considerara muy importante (y hasta prioritario) la conversión de los reyes y los poderosos, porque sabía que ello generaría mayor irradiación de Bien (y con mayor rapidez) en la sociedad. Así lo demuestra la historia con la conversión del emperador romano Constantino I y su edicto de Milán en 313 de nuestra era, lo que puso fin a la persecución de los cristianos, devolviéndoles sus propiedades confiscadas y permitiendo la difusión del cristianismo en el imperio romano. Igual trascendencia fue la del bautismo de Clodoveo (el rey de los francos) y sus soldados la noche de Navidad del año 496, dando nacimiento a la Francia cristiana, llamada por ese hecho la “Hija primogénita de la Iglesia”, y tantos otros ejemplos más.
Esta vocación de grandeza ha sido una constante en la historia humana. Esta fascinante atracción ha convocado a los mejores hombres, a las almas más nobles y generosas ante su llamado. Desde un San Francisco de Asís, (que fundó una orden para demostrar que debíamos vivir colgados de la Providencia y no de la seguridad de los bienes temporales), al emperador Carlos V convocando al Concilio de Trento frente a la convulsión de la Reforma, a un San Ignacio de Loyola, (que fundó un ejército de evangelización para combatir a la Reforma protestante y que tenía siempre presente como meta a alcanzar como lema de su Compañía “A la Mayor Gloria de Dios”), a un Cristóbal Colón que desplegó sus velas hacia el nuevo mundo bajo el amparo de los Reyes Católicos, o un Don Bosco tratando de recoger a todos los chicos de la calle de Torino (para sacarlos del vicio y educarlos en la fe cristiana). Todos y cada uno han tenido un ideal altísimo que han clavado como bandera para batallar y defender en sus vidas.
La bandera más alta y la empresa mayor la puso Nuestro Señor Jesucristo, cuando ante sus doce apóstoles que enfrentaban el mundo pagano, (y sus consecuencias), les ordenó: “Id, pues, y enseñad, haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y el Espíritu Santo”.
El Medioevo presentó al caballero cristiano con las figuras de Carlomagno o del Cid como los hombres que encarnan la magnanimidad por excelencia, lis tos a combatir por la defensa y la extensión de la Cristiandad. La caballería era todo un estilo de vida, cuya virtud distintiva era el honor, pero no el propio, sino el de la causa emprendida.
Los apóstoles, los santos, los fundadores de las grandes órdenes de la Iglesia, (que tantísimo bien han hecho), los misioneros, (que enfrentaron los peligros de la selva y de los indios salvajes), soportando toda clase de penurias y soledades. Los reyes santos que generó la monarquía católica empeñados en darle a sus pueblos un orden social justo, (como el rey San Luis, sentado codo a codo con Santo Tomás para redactar las leyes de Francia). Los soldados, (dispuestos a morir en defensa de la Patria). Los científicos, (que para el bien de la humanidad pasan sus vidas en la soledad de los húmedos y fríos laboratorios y las penurias económicas que generalmente los acompañan). Los intelectuales, maestros y profesores que dedican años de su vida para transmitir
conocimientos a otros, (contribuyendo a difundir el esplendor de la Verdad). Los bomberos, (que arriesgan su vida al precio de morirse quemados para salvar la vida de otros), son todos ejemplos de almas magnánimasAlmas que, en su momento, y después, durante la perseverancia a través de los años, no dudaron en dejarlo todo para responder a una gran vocación, a un gran llamado. Ni amenazas, ni castigos, ni peligros, les impidieron llevar adelante la misión que habían emprendido en su momento.
“Más importante que lo que se hace, es el cómo se lo hace. Se puede pelar papas con espíritu magnánimo y construir catedrales con espíritu mezquino... No hay cosas pequeñas. Sólo hay una manera pequeña de hacer las cosas. Se necesita grandeza de corazón para hacer las cosas pequeñas con un gran amor, hacer lo ordinario, sí, pero de manera extraordinaria” (3). De acá deducimos que todas las vocaciones de servicio (médicos, enfermeros, bomberos, soldados, maestros, profesores, religiosos etc) tienden a generar almas magnánimas.
A primera vista parecería que el magnánimo es un soberbio y que el pusilánime es humilde, pero no es así. La magnanimidad implica mucha humildad. Humildad de “andar en verdad” como decía Santa Teresa. Así como la magnanimidad impulsa el espíritu a las cosas grandes, la humildad vacía al hombre de sí mismo. De lo contrario, correremos peligro de caer en los vicios que se oponen a la magnanimidad que son: la presunción, la ambición y la vanagloria (por exceso) y la pusilanimidad (por defecto).
La presunción, que es cuando, desconociendo nuestras posibilidades, y sin contar con la ayuda divina, nos creemos capaces de emprender solos empresas enormes, (como evangelizar el mundo o ponerlo en orden nosotros solos con nuestros propios medios). Es muy bueno y noble tener grandes ideales y aspiraciones, pero no pretender hacerlo sin ayuda de Dios, (como lo sería tratar de convertir a las personas y revertir corazones), con nuestros solos elementos humanos. Los presuntuosos o vanidosos tienen grandes pretensiones pero, como ni se conocen a sí mismos, ni confían en la ayuda de Dios, (porque no quiere compartir honores), terminan haciendo el ridículo.
La ambición desmedida es el deseo desordenado del honor buscado en las cosas materiales, (como un cargo, una posición social, o una enorme fortuna). Ambicionamos la gloria para nosotros mismos y no para Dios. La ambición desmedida siempre tiene un precio y se opone al lícito y sano deseo de superarse y mejorar nuestra posición cultural, social o económica para el bien de los nuestros.
La vanagloria, con sus hijas la jactancia, (con la cual el vanidoso exalta de continuo su propia excelencia), el afán de novedades, (que tanto nos atrae), la hipocresía, la tendencia a las peleas inútiles, (ya que el magnánimo solo pelea por temas grandes), la tozudez en el propio juicio, etc.
La pusilanimidad, (por defecto), que es el vicio que se opone mas frontalmente a la magnanimidad, es cuando teniendo condiciones para grandes empresas, (como podría ser fundar un colegio para gloria de Dios y el bien de los hombres), nos consideramos incapaces y no lo hacemos por una falta de confianza en nosotros mismos o una humildad mal entendida. El pusilánime es digno y tiene capacidad de hacer grandes cosas pero, como ni se conoce, y prescinde de la ayuda de Dios, tampoco las hace y no hace fructificar los talentos que Dios le dio. Priva de este modo en contribuir con los demás hombres con los talentos que, para el bien de todos, Dios le había otorgado.
“En esta época tan ardua en que nos toca vivir, por una insondable disposición de la Divina Providencia, no es difícil que el temor, el desánimo, la cobardía, se apoderen de nosotros. El alma se estrecha, el espíritu se mezquina, perdiéndose el coraje requerido para enfrentar los grandes desafíos de nuestro tiempo. Pío XII hablaba del “cansancio de los buenos”. Hoy podríamos hablar de la “pusilanimidad de los buenos”. Por esto se hace más necesario que nunca ahondar en el contenido de esta hermosa como preterida virtud de la magnanimidad”. (4)
“Tales son los hombres que los tiempos recios de hoy parecieran requerir, hombres del màs que deberán ser también, y a al mismo tiempo, hombres humildes, conscientes de su pequeñez, vaciados de sí, que hagan suya la expresión del Apóstol: Sè en quien me he confiado”. (2 Tm 1:12). (5)
“El magnánimo moderno deberá tener la grandeza de mantener los principios, renunciando a la gloria, no por menosprecio o por indiferencia, sino simplemente porque de hecho contará tan sólo con la estima de un puñado, de algunos que, como él, se esfuerzan por practicar el retorno a las raíces de la cultura y de la fe, y que saben que las grandes cosas comenzaron por ser pequeñas. No recibirá, por cierto, la gloria de los hombres, pero indudablemente la recibirá de Dios, y con creces”. (6)
Notas:
(1) “Teología de la perfección cristiana”. Rvdo. P. Royo Marín. Pág. 591.
(2)“Siete virtudes olvidadas” Editorial Gladius. Rev. Padre Alfredo Sáenz. Pág. 80.
(3)“Siete virtudes olvidadas” Editorial Gladius. Rev. Padre Alfredo Sáenz. Pág. 79
(4)“Siete virtudes olvidadas” Editorial Gladius. Rev. Padre Alfredo Sáenz. Pág. 89.
(5)“Siete virtudes olvidadas” Editorial Gladius. Rev. Padre Alfredo Sáenz. Pág. 127.
(6)“Siete virtudes olvidadas” Editorial Gladius. Rev. Padre Alfredo Sáenz. Pág. 129.
Ejercicio y tarea (para publicar en los foros del curso)En relación a La liberalidad1. ¿Qué es la virtud de la liberalidad?
2. ¿Cuál es el acto propio y la esencia de la virtud de la liberalidad?
3. ¿Cales son las características principales de una persona que vive esta virtud?
4. ¿Cómo se diferencia la liberalidad de la misericordia y de la beneficencia?
5. ¿Cuáles son los vicios contrarios a esta virtud? ¿Por qué?
6. ¿Algún comentario o sugerencia?
En relación a La magnanimidad1. ¿Qué es la virtud de la magnanimidad?
2. ¿Cuáles son los tres ingredientes que componen esta virtud? ¿Por qué?
3. ¿Cuáles son los vicios que se oponen a la magnanimidad? ¿Cuál es la influencia de ellos en tu vida personal?
4. ¿Algún comentario o sugerencia?
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